Saturday, July 11, 2009

A mis 42


Imposible de decirles mi edad, me cambia todo el tiempo.

Hoy, por ejemplo, cumplo 42 años.

Antes pensaba que una persona de 42 años es vieja.

Hasta que empecé a conocer jóvenes de sesenta y viejos de veinte.

La edad es un mito, un eterno recomenzar: hay viejos que están en la edad de la peseta, y jóvenes que tienen Alzheimer.

Hay viejos a quienes les gusta dar buenos consejos sólo por consolarse de que ya no pueden dar malos ejemplos.

O sea: la vejez es la parte de nuestra vida donde practicamos los vicios que nuestra edad nos permite, sin dejar de criticar los vicios que ya no podemos permitirnos.

La vejez tiene su tempo y su ritmo. Si aceleras el tempo y te enamoras, te conviertes en un “viejo ridículo”; si te da por tener relaciones sexuales y te dopas con un producto de estímulo, te conviertes en un “viejo verde”; y que no se te ocurra entonces mirar a las jovencitas, sobre todo si no tienes dinero, porque ellas detestan los “viejos arrancados”.

Si aceleras el ritmo y te inventas actividades para no caer en la pereza: trabajar en un supermercado de ocho a doce, cuidar niños en el day care de tu hija, de dos a seis, a las siete de la tarde irte a jugar dominó a casa del vecino, entonces te pueden tachar de “viejo hiperquinético”, y de ahí a “viejo loco” sólo hay un paso.

Y esto puede convertirte en un individuo peligroso, porque se sabe que los viejos cuando quieren ser locos son más locos que los jóvenes.

Lo peor de la vejez no es que nos pongamos viejos, es que nos quedamos jóvenes, la vejez nos priva de nuestros placeres, pero nos deja el apetito por ellos.

Hay quien decide ponerse viejo tempranamente, para asegurarse de serlo por largo tiempo.

Con frecuencia son gente que codicia el poder, lo cual es una enfermedad como otra cualquiera; cuídense de ellos: el que sacrifica su juventud por el poder, está dispuesto a vender hasta sus hijos.

La vejez es tan larga que es mejor comenzarla lo más tarde posible.

Un viejo siempre es alcanzado por sus actos: si participaste en un acto en repudio, tirando huevos a unas personas indefensas que decidieron pensar diferente a ti, puedes ser un “viejo comunista”; si hiciste la misma cosa, pero al otro extremo, puedes ser un “viejo cagalitroso”.

Y es que la vejez es extremista: cuando no es una vejez santa, es una vejez viciosa.

Eso sí: la vejez no nos entra por los ojos, no es verdad eso de que mientras más viejos veamos más viejos nos pondremos, la vejez nos pone más arrugas en el espíritu que en la cara, y podremos decir cualquier cosa sobre ella, pero siempre será mejor que estar muerto.

Quizás yo hable así porque tengo cuarenta y dos años, que es la vejez de la juventud, los de cincuenta y dos años pueden reírse porque están mejor que yo: están en la juventud de la vejez.

Ya he vivido lo suficiente para saber que todo el mundo quiere llegar a viejo, pero cuando lo logra nadie quiere asumirlo, y ahí empiezan las dietas, las cirugías plásticas y los implantes.

La vejez es esa parte de la vida en que los cumpleaños ya no son una fiesta.

Cuando oigas decir al que corta el cake: “Nunca me sentí tan joven como hoy”, ese tipo acaba de empezar a ponerse viejo.

Matemáticamente la vejez se mide en valores negativos: uno es cada vez menos inteligente, o cada vez menos idiota.

O sea que la raíz cuadrada de la idiotez en la infancia es igual a la tangente de la locura en la juventud, multiplicada por el coseno de los remordimientos de la vejez.

Yo sé en qué momento me pondré viejo: cuando pare de indignarme por cada cosa mala que vea en el mundo.

El verdadero mal de la vejez no es el debilitamiento del cuerpo, sino la indiferencia del alma.

Si uno sabe envejecer, ponerse viejo no es lo que se piensa: no es para nada disminuirse, sino engrandecerse.

No se pueden atribuir a la vejez todos los defectos de los viejos; la vejez es noble cuando uno conserva sus derechos y sus deberes, cuando no se vende a nadie, cuando es capaz de guiar a los suyos hasta el último aliento.

Definitivamente, para mí la vejez es algo muy bueno, lástima que termine tan mal.

Hoy, a mis 42, puedo decir que me muero de ganas de vivir.

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